Aquella noche amansada por las velas, sentí el dolor de tu mirada en tu tierna despedida serena. Me sorprendió el amanecer en la ventana. Miraba un antiguo rosal plantado en mi jardín. Estéril creció en la tierra. Sin un brote de luz, sin una fragancia.
Pero aquella madrugada, mientras la sombra de la muerte se paseaba por mi estancia, cerrando tus ojitos para siempre, sucedió un milagro poco frecuente.
Presurosa corrí por el frío sendero de mayo a la casa de un joven jardinero; y secándome las lágrimas le hablé de mi tristeza. Él me acompañó entonces de regreso, con pala y pico en sus robustas manos, para hacer la labor de sepulturero.
Metimos en un saco tu cuerpito inerte; y al cabo de una hora, la tierra te abrigaba generosa en un profundo hueco. Y al entrar cabizbaja por el umbral donde tantas veces me recibió tu inocente alegría, volví hacia la ventana a contemplar mi huerto. ¡De pronto pude vislumbrar el prodigio! Una rosa amarilla, pura como el mediodía en su fulgor, se abría para ti en el azul del amanecer en aquel rosal que antaño fuera habitado por duras espinas.
Una rosa iluminada, límpida y matinal, como un regalo de la mano de Dios, tras el cristal de mi ventana.
Luego los años cayeron uno a uno al vacío, se fueron derramando del almanaque cual pétalos vencidos. Pero nunca olvidaré esa rosa amarilla, que nació por única vez, mi fiel amigo, para tu humilde entierro. Nunca más brotó la vida en aquel rosal que fue muriendo. Ni un botón, ni una luz encendida. Su destino fue nacer para otorgarte su única rosa a ti, mi manso compañero.
INGRID ZETTERBERG
(Sucedió en la vida real)
In memorian a mi perrito
Pelusón 1ro.
De mi poemario
"Jardines de antaño"
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