Mi esposo partió a Venezuela en el año 1,978,
en los tiempos en que la economía de esa nación estaba en auge. Vivíamos tiempos
difíciles en mi patria, y es por esa razón
que yo también tramité mi visa junto a mis
pequeños hijos varones, y emigramos ocho
meses después hacia la ciudad de Caracas a
reencontrarnos con mi marido.
Él había conseguido un buen trabajo después de
pasar por muchas dificultades, e incluso por la enfermedad del dengue, (que casi lo mata).
Mi esposo laboraba como ingeniero metalúrgico
en la Represa de Guri. Recuerdo que al llegar al aeropuerto Simón Bolívar, me llamaron a una
oficina para revisar la visa de mi pasaporte y
constatar si ésta era legal.
Sufrí mucho en esa espera, ya que los agentes de la aduana literalmente me auscultaban
con lupa.
Finalmente me dejaron libre y pude correr hacia los brazos de mi esposo, que ya nos
esperaba ansioso.
Pasamos muchas peripecias, a mi marido
lo mordió una serpiente y tuvo la valentía de
estrangularla con sus manos, y conduciendo su
camioneta con una mano, y en la otra llevando a la víbora muerta, llegó a tiempo a la posta
médica, donde los doctores identificaron la especie de culebra que lo había mordido, y
le pusieron el antídoto que salvó su vida.
Fueron tres años de lucha, de soportar el calor espantoso de Ciudad Bolívar, y a
veces a personas hostiles, que no miraban
bien al extranjero.
Pero todo lo superamos y en 1,982 ya
estábamos de regreso en nuestro país, y
con los ahorros de mi esposo pudimos
comprarnos la soñada casa propia. Desde entonces admiro mucho a mi
marido, es un trabajador incansable, que
muchas veces trabajó bajo un sol ardiente
de 45 grados centígrados, solamente para
poder lograr nuestros sueños.
Hoy sin embargo vemos el reverso de la
moneda, y son miles de venezolanos que han
llegado a nuestro país, necesitados de
trabajo, algunos separados de sus seres
queridos, y cada vez que me encuentro
con ellos los trato con agrado, pues me
recuerda que en otros tiempos los
inmigrantes fuimos nosotros.
Relato de la vida real
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