Había en la plaza del pueblo un pequeño circo de tercera,
a donde tantos domingos fuimos mi hermana y yo al caer
la tarde.
Dos monitos que saltaban la cuerda mirando asustados las
luces y el gentío, nunca sabré porqué me llenaban de tristeza.
Había también actuaciones de magia en un colorido de
indecibles fantasías que contemplábamos con ojos de
inocente sorpresa.
Luego entre actos aparecía un payaso haciendo mil muecas
y cabriolas; pequeño y enjuto, parecía perderse en su ropaje
multicolor; y a pesar de sus risas sonoras, tras su máscara
pintada se adivinaban secretas lágrimas.
Un día en una voltereta se le cayó en la arena la hirsuta
peluca roja, dejando al descubierto una cabeza calva, surcada
horriblemente de grotescas cicatrices.
El pobre payasito en su afán por disimular se acomodaba
la peluca con una torpe alegría triste que nunca podré olvidar.
Sólo después pude saber, que antes de hacerse payaso había
perdido a su esposa y a su hijito en un voraz incendio que le
robó la felicidad.
INGRID ZETTERBERG
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